Sediento de sangre. Alimentándome del temor, de la desgracia, de la oscuridad. Sentía dentro de mí como ardía un magma que se desplazaba por las entrañas de un volcán a punto de estallar.
La ansiedad que recorria mis manos me impulsó a rasgarme la piel, a gritar y sentir placer. El dolor se tornó en excitación y fue cubriendo cada parte de mi cuerpo.
De pronto, sentí la euforia y la adrenalina llegaron de nuevo a mis manos.
Tomé una cadena y observé a mi víctima. Tan indefensa, tan sencilla, tan… ¡simple! Merecía morir, le haría un grato favor. Me lo haría a mí mismo.
Lo imaginé hace tres días muy abatido y anticuado. Buscaba la muerte. Sin embargo, se libraba de ella y burlaba sin más razón.
Heme ahí en una banca planeando cómo fallecer. Inventando la manera correcta y digna de hacerlo. ¡Soy un infeliz! ¡Un marginado! ¡Una escoria! La persona ideal para quitarle la vida de manera placentera. Sí, lo soy.
Soy un alma evasiva y burlesca que encuentra refugio en aquel cuerpo donde no hay más que temor. Lo satisfago con dolor. Lo someto hasta que su alma se separa del cuerpo y lo encamino al fuego eterno.
Lento y con esmero colocamos la cadena en una viga de la sala principal. Y con un candado aferramos al cuello la cadena fría y gruesa. Con intensidad vivimos el placer de la muerte. Y bajo el último suspiro, cometí suicidio. Arderé en llamas por la eternidad.