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jueves, 1 de julio de 2010

Muerte pasiva

Sediento de sangre. Alimentándome del temor, de la desgracia, de la oscuridad. Sentía dentro de mí como ardía un magma que se desplazaba por las entrañas de un volcán a punto de estallar.

La ansiedad que recorria mis manos me impulsó a rasgarme la piel, a gritar y sentir placer. El dolor se tornó en excitación y fue cubriendo cada parte de mi cuerpo.
De pronto, sentí la euforia y la adrenalina llegaron de nuevo a mis manos.

Tomé una cadena y observé a mi víctima. Tan indefensa, tan sencilla, tan… ¡simple! Merecía morir, le haría un grato favor. Me lo haría a mí mismo.

Lo imaginé hace tres días muy abatido y anticuado. Buscaba la muerte. Sin embargo, se libraba de ella y burlaba sin más razón.

Heme ahí en una banca planeando cómo fallecer. Inventando la manera correcta y digna de hacerlo. ¡Soy un infeliz! ¡Un marginado! ¡Una escoria! La persona ideal para quitarle la vida de manera placentera. Sí, lo soy.

Soy un alma evasiva y burlesca que encuentra refugio en aquel cuerpo donde no hay más que temor. Lo satisfago con dolor. Lo someto hasta que su alma se separa del cuerpo y lo encamino al fuego eterno.

Lento y con esmero colocamos la cadena en una viga de la sala principal. Y con un candado aferramos al cuello la cadena fría y gruesa. Con intensidad vivimos el placer de la muerte. Y bajo el último suspiro, cometí suicidio. Arderé en llamas por la eternidad.